Una historia de proximidad: peregrinos en Tierra Santa

Print Mail Pdf

Abside Basilica di San Giovanni in Laterano «Aquellos que observen el majestuoso mosaico del ábside de la catedral de Roma, San Juan de Letrán, no dejarán de notar la figura de Francisco de Asís a la izquierda de la Cruz Mística, entre María y Pedro; fue el Papa Nicolás IV (siglo XIII) quien la insertó allí, junto al Maestro que Francisco amó toda su vida.» (Cardenal Filoni)

Con motivo de la fiesta de san Francisco de Asís, fijada el 4 de octubre, publicamos un texto del Gran Maestre de la Orden del Santo Sepulcro que recuerda la importancia de Tierra Santa en la vida y espiritualidad del Pobre de Asís. Puso sus pasos en los de Cristo y nos invita a hacer lo mismo.

 

Paseando Jesús junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón y Andrés, y los llamó; luego vio también a Santiago el de Zebedeo y a Juan, su hermano, y los llamó; después eligió a Mateo y a otros siete. También le siguió una multitud de personas de Galilea, Judea y otros lugares. Después de un tiempo, algunos de ellos volvieron a sus casas y a su trabajo. Pero la atracción y la curiosidad seguían siendo fuertes.

Nadie se había fijado en ese joven, que cerraba la marcha, siempre al lado, siempre atento. Ni siquiera los evangelistas lo mencionan en sus escritos. Pero siempre estaba ahí. Solo Jesús lo veía, alerta y a un lado. Caminaba el último entre los discípulos; pero cuando el Maestro cambiaba de dirección, este individuo, que era el último entre los que le seguían, era entonces el primero, antes de ser alcanzado por los que buscaban recuperar el mejor lugar cerca de Jesús.

Era una presencia intrigante. Nunca nadie tuvo nada que decir sobre él, y en las invitaciones donde iba  el Maestro y los Doce nunca se sentó entre los invitados. A veces pedía limosna para vivir. No vestía como los demás, sino más modestamente. Con su pelo cortado de forma inusual y su barba corta, no llamaba la atención de nadie.

Estaba especialmente centrado en la enseñanza original del Maestro: Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los mansos, bienaventurados los misericordiosos, bienaventurados los pacificadores. Interiormente, también le fascinaban estas hermosas expresiones: ¡Alegraos y regocijaos, cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa! Mira las aves del cielo, no hilan, no tejen, y sin embargo se visten más suntuosamente que el rey Salomón. Y también la palabra -Que tu limosna permanezca en secreto- le pareció profundamente revolucionaria. Ciertamente, le sedujo el amor del Señor por los leprosos, tan repugnantes, y sin embargo curados en cuerpo y espíritu.  

Dormía poco, pues espiaba a Jesús, incluso de noche, para no dejarlo escapar, para contemplar su rostro radiante y escuchar sus palabras en la oración: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien».

Pensó que valía la pena estar entre los pequeños. El cielo estaría lleno de ellos.

Esto me viene bien, pensó una vez, ser el último y no formar parte del pequeño círculo de los que el Maestro ha elegido para ser sus «testigos». Pensó que hacer la voluntad de Dios le creaba una libertad fuera de los patrones humanos: quien haya encontrado su vida la perderá; quien haya perdido su vida por mí la encontrará; quien no tome su cruz y me siga no es digno de mí. Estas palabras de vida, en efecto, le hacían feliz.

 Sin embargo, se sintió terriblemente perturbado al ver al Maestro humillado, esposado, azotado y condenado injustamente cuando se acercaba la Pascua (Pésaj). Lo vio todo, lo escuchó todo. Estaba presente en todo. No quiso abandonarlo y, como siempre, el último de los que lo seguían, lo acompañó al Calvario; fue testigo de su último aliento y ese fue el momento más impactante.

 

Entonces sintió de repente el mismo dolor atroz que el del Crucificado; como si ese dolor no quisiera desaparecer con la muerte; y sus manos, sus pies y su costado fueron atravesados por el mismo espasmo; porque Él había entrado en él y ahora era parte de su vida.

Esto le ocurrió en otro monte, el Alverna; estigmatizado por este Jesús al que había querido seguir y que ahora le regalaba sus heridas para estar más cerca de él; su cuerpo llevaría las marcas para el resto de su vida.

Este joven tenía un nombre: Francisco de Asís, el último de los discípulos del Señor, el más pequeño en el Reino de los Cielos, que luego se convirtió en el más grande, según la enseñanza del Maestro. De joven soñaba con convertirse en caballero y creía estar preparado para partir hacia Tierra Santa. No lo estaba, pero en cierto modo se convirtió en uno, pero de otra manera:  fue un caballero en la caridad, la fraternidad, la paz y la bondad; de un nuevo tipo, ¡y quizás revolucionario! Buenaventura de Bagnoregio pudo entonces escribir que el Señor había decorado y adornado a Francisco con los sagrados estigmas, convirtiéndolo «en su cuerpo de muerte en el cuerpo del Crucificado»; y añadía: «toda la obra del hombre de Dios, en público y en privado, tenía como objetivo la cruz del Señor (...). Por ello, deseaba que, al igual que su espíritu se había revestido interiormente del Señor crucificado, su cuerpo también se vistiera con las armas de la cruz. (...) Quien había tenido el don de un extraordinario amor por la cruz, bien podía obtener de la cruz un extraordinario honor» (Buenaventura de Bagnoregio, Vida de San Francisco de Asís).

Aquellos que observen el majestuoso mosaico del ábside de la catedral de Roma, San Juan de Letrán, no dejarán de notar la figura de Francisco de Asís a la izquierda de la Cruz Mística, entre María y Pedro; fue el Papa Nicolás IV (siglo XIII) quien la insertó allí, junto al Maestro que Francisco amó toda su vida.

Francisco amó a Tierra Santa como pocos la han amado y de una manera diferente a la de muchos de su tiempo; fue allí como peregrino (en 1219) durante la Quinta Cruzada, permaneciendo allí hasta hoy a través de sus hermanos; entendió que era necesario cuidar esa tierra que el Señor había pisado; era necesario tener un enfoque no violento, dedicado al sacrificio diario de custodiar esos lugares sagrados que representan el quinto Evangelio. Sin un excesivo afán de conquista, sino de vigilancia, Francisco de Asís se convirtió, se dice, en el protocustodio, revolucionando el modo y la conciencia con que se abordaba la Tierra de Jesús: sin guerras, sin espadas, sin violencia. Fue un Caballero de Cristo atípico, que prefirió el arma de la misericordia. Una revolución copernicana que sigue siendo válida hoy en día y que se extiende, a través de la solidaridad, a la fraternidad y al encuentro sin muros ni alambradas.

Las Damas y Caballeros del Santo Sepulcro retoman también esta herencia, inspirándose en ella, en su vida y compromiso solidario, y hacen de la cruz su librea interior y exterior.

 

Fernando Cardenal Filoni
Gran Maestre

 

(3 de octubre del 2022)